sábado, 28 de noviembre de 2009

YO SOY MI PASADO


El pasado 25 de noviembre de 2007, Kevin DuBrow, cantante de la legendaria banda de rock pesado de los 80 Quiet Riot, fue hallado muerto en su casa de Las Vegas. Su muerte, producida en medio de “extrañas circunstancias” (su cadáver fue descubierto 6 días después del deceso, ya que vivía solo: no tenía esposa ni hijos) fue materia de investigación y, al menos, en los medios no fue divulgada la causa, pese a que motivó severas especulaciones –con referencia a las drogas y los excesos. Todo lo que daría, siquiera, para un episodio de CSI Las Vegas.
Con respecto a Quiet Riot, unos dicen que en la década de los 80, alcanzó gran popularidad porque su disquera invirtió millones de dólares para que todo el mundo escuchara sus temas –como Cum'on feel the noize o Mama weer all crazee now– que realmente no eran suyos, sino covers de la banda inglesa Slade. Otros se refieren a QR como la banda que abrió las puertas del mercado y el público masivo al heavy metal, al llegar al número 1 de las listas de éxitos.
Dicen que de los muertos nadie habla mal, en el caso de DuBrow, se ha dicho que se pasó la mitad de los 80 haciendo comentarios despectivos sobre sus compañeros de profesión (por lo cual muchos llegaron a odiarle y celebraron la caída en desgracia de Quiet Riot en años posteriores) y la otra mitad, dedicado al sexo y las drogas. Que salió de la banda después del fiasco de ventas de QR III y sus malas relaciones con el resto del grupo y volvió junto con sus colegas de siempre en un retorno que si bien no fue multitudinario, nadie puede negar la dignidad que tuvo y los buenos conciertos que se ofrecieron.
Finalmente se le conmina a un cómodo lugar en la nostalgia retro de Las Vegas, adonde se trasladó para convertirse en un tipo más afable, al que con el tiempo se le bajaron las ínfulas de las que lo acusaban y olvidó viejas rencillas con otros músicos que perdonaron sus salidas de tono y casi todos terminaron hablando bien del viejo Kevin.
No es mi intención defender un estilo musical, el llamado hair metal o rock de peluquería, un pop metal chingón y chafa –lo llaman sus detractores–, que a mí sin más razones me encanta, ni exaltar a alguien que criticaban limitándose a su estrafalaria facha o su desusada cabellera (si era postiza o no, si él había recurrido a la cirugía para hacerse implantes o no), o sus actitudes –propias de cualquier rockero de Los Angeles–, a quien considero héroe de la voz rock y tuve el placer de ver en un excelente concierto. Sencillamente quiero honrar su memoria y rendir un homenaje a su presencia en este planeta.
En 2004 DuBrow dijo a Worcester Magazine:
«He leído entrevistas donde tipos engreídos están tratando de escapar de su pasado. Yo soy mi pasado».
THE WILD AND THE YOUNG
–LO JOVEN Y LO SALVAJE–

For those about the rock… we salute you.
(A todos los que les gusta el rock… los saludamos.)
AC/DC
Qué risa me da esa falsa humanidad de los que se dicen buenos.
No perdonarán mi pecado original de ser joven y rockero.
Si he de escoger entre ellos y el rock, elegiré mi perdición.
Sé que al final tendré razón… ¡Y ellos no! Mi rollo es el rock.

Barón Rojo
Los rockeros van al infierno»

Una de las pocas motivaciones que tengo –o más exactamente, la única– para trabajar cuando lo hago es el dinero que gano. Aunque habitualmente no es mucho, es algo. Y con él puedo comprar y hacer muchas de las cosas de las que me he estado privando en los tiempos de escasez. Así es que si me sacrifico trabajando –porque definitivamente para mí es un suplicio–, con lo que gano debo permitirme ciertos placeres. Como beber Jack Daniel’s, probar deliciosa comida en un buen restaurante, comprar CDs y libros que me gustan y uno de mis más grandes antojos: ir a conciertos de rock duro o metal pesado.
Quería ir a ver a Sodom –thrash teutón– pero no pude. Y me sentí frustrado. Había comprado un abono por la mitad del precio del tiquete. No pude reunir el resto. El día en que se llevaría a cabo el concierto, incluso intenté empeñar mi viejo VHS. No lo recibieron en monte de piedad alguno. Empaqué el aparato en un morral y salí con mi hermano a recorrer la Décima en un desesperado intento por conseguir para terminar de pagar la boleta. Parecíamos un par de hampones que acaban de agenciarse un electrodoméstico. No nos sentíamos nada cómodos. Y para completar el desastroso cuadro, llovía como si el condenado cielo llorara desconsolado sobre nuestras humedecidas ilusiones. También mi hermano quería ir al concierto y tampoco podía: no tenía empleo. Habíamos estado yendo a conciertos a lo largo de más de una década. Tanto de bandas nacionales como internacionales. No eran muchos: él había ido a uno que otro que yo no, y viceversa. Somos fanáticos de esta música pero lamentablemente no tenemos cómo saciar nuestras ansías por ella. Terminamos en la disco-tienda donde vendían los tickets pidiendo que me regresaran el dinero abonado porque no pude conseguir el resto.
Aunque la tarde todavía no llegaba a su fin, el cielo se había oscurecido demasiado pronto. Vimos a dos paisas que habían llegado hasta Bogotá en busca de Sodom (al contrario de Loth, que huía de ella, me refiero a la bíblica ciudad de Sodoma, palabra de la que proviene el nombre del grupo alemán). La anterior presentación de Sodom en Colombia había sido en Medellín, unos años atrás. En ese entonces fueron los bogotanos quienes tuvieron que peregrinar hasta allá. No es nada fácil, para un fanático del heavy metal, sobrevivir. Generalmente se trata de rebeldes que no se someten dócilmente a las normas sociales tradicionales, pero que a la vez son verdaderos guerreros, con fieras convicciones. Como hay que ser. Y no un sometido de porquería como yo. Esos dos parecían de aquéllos. Trataban de conseguir el dinero vendiendo negras camisetas estampadas. Quién sabe si lo lograrían.
Para celebrar la derrota, mi hermano y yo, fuimos a un bar de rock a beber cerveza y ver video-clips de antaño. Ropa de cuero, largas melenas, gestos agresivos, actitudes desafiantes, música estridente. Cada vez que oigo las bandas de la vieja guardia me traslado en el tiempo: a la década prodigiosa, los 80, siento el clamor. Como si fuera un combatiente que va a la guerra. Es emocionante y liberador. ¡Qué bueno sentir pasión por algo! No importa si es heavy metal, fútbol, porno, movimientos bursátiles, apuestas, delitos, experimentación científica o reflexión filosófica. Lo esencial es sentirse completamente vivo. Oír cómo palpita el corazón. Y morir por ello o al menos tener la firme intención de alguna vez estar dispuesto a hacerlo.
En el bar donde estábamos, un cartel anunciaba el próximo concierto internacional: juntos Barón Rojo –la más importante banda de metal en español– y Quiet Riot –una leyenda viviente del hard rock californiano. A ese sí tendría que ir. Me lo prometí a mí mismo. Y cumplí.
Tampoco a ese pudo ir mi hermano. La que sí pudo ir fue mi hermana menor. No es que sea una fanática apasionada como nosotros dos, pero por supuesto ha tenido nuestra mala influencia. Aunque fuimos juntos, dentro no estuvimos los dos: ella tenía entrada para una localidad más costosa. Así que estuve solo durante el concierto. Eso no me afectaba, claro. Casi era costumbre. Eso sí, lamentaba que mi hermano no hubiera podido ir.
Un instante después de entrar escuché los acordes de «Rock n’ roll» de Led Zeppelin, interpretado por una banda nacional llamada Fire Angel, que tocó unos cuantos temas más. Fue un buen comienzo. La energía comenzó a fluir. Sentía el clamor. Como si fuera un combatiente que va a la guerra (¡Ups!, dejâ vù). Todo era buena onda. Siempre ha sido así. La gente común tiene una imagen distorsionada de lo que en realidad es un concierto de rock pesado, por lo que ha sido satanizada por los mass media y el establishment. No es ninguna orgía sangrienta y narcótica. Es sólo una fiesta, una celebración como cualquier otra. Hay alegría, sensaciones encontradas y hasta fraternidad. También descarga de furia y demostración de fortaleza. Es un ritual y, sí, se consagra con licor y drogas (como el vino en la eucaristía o el yagé entre los indios), aunque no es obligación: mi hermano y yo, por ejemplo, generalmente pasamos de eso. Y la rebeldía que le es propia es una expresión de libertad, que no llega a la criminalidad, ni al vandalismo siquiera y últimamente tampoco a la desobediencia: nos prohibían usar botas con puntera o manillas con taches y llevábamos zapatillas deportivas y manillas de tenista teñidas de negro; el completo negro luctuoso seguía siendo la indumentaria imprescindible, aunque muchas de las melenas habían sido recortadas.
En los conciertos se sufren apretujones, empujones y pisotones, pero no más que en el transporte público en hora pico. Hay, quizá, demasiado sudor y hedor para mi gusto. Sin embargo, lo soporto si es necesario. Esta vez no lo fue. Estuve gran parte del tiempo confortablemente sentado en las sillas de las graderías del Palacio de los Deportes, donde fue el show. Y otro tanto, de pie sobre ellas, piernas abiertas, brazos batientes, gritando mis canciones favoritas, pleno, libre, feliz, extasiado. Durante un largo e inolvidable rato. En medio de un montón de jóvenes y no tan jóvenes (había unos paisas veteranos, una rockera de antaño que cantó todas y cada una de las canciones que se interpretaron, y hasta una familia: papá, mamá y un hijo quinceañero).
Como Quiet Riot rememora las bandas ochenteras del llamado sleazy rock o rock de peluquería por las frondosas cabelleras, los rostros maquillados y las vestimentas vistosas y coloridas, muchos de los asistentes estaban ataviados a la usanza: con botas vaqueras de piel de serpiente o zapatillas deportivas blancas, pantalones estrechos estampados como cebra o leopardo, camisas de fémina con ripios y encajes, cabellos rizados, estolas, pañoletas y bandanas de seda o muselina.
Los fans de Barón Rojo lucían más austeros: jeans, botas militares, playeras, camisetas o remeras negras, chamarras, cabellos ralos y coronillas despejadas como de franciscano. Los jóvenes rockeros del pasado estaban haciéndose mayores –y yo con ellos– pero sin envejecer: eran –¿éramos?– eternamente adolescentes, al menos de espíritu. Y nuestra rebeldía permanecía, así el pelo largo ya no estuviera y jamás hubiéramos tenido en los agujereados bolsillos de nuestros desgastados, apretados y oscuros jeans suficiente efectivo para comprar pantalones de cuero.
A pesar de su despliegue, tanto para Quiet Riot como para Barón Rojo, los años tampoco habían pasado sin dejar huella. Kevin DuBrow, el vocalista, hacía malabares con el soporte del micrófono, engalanado con una cinta como bastón de porrista. Su voz seguía impecable: sus gritos tan agudos como siempre. Frankie Banali –de ancestros latinos– fue implacable en la batería, dio muestra de técnica y potencia y se dirigió al público en nuestro idioma. Chuck y Alex, bajo y guitarra respectivamente, dieron la talla, sin mayores muestras de virtuosismo, salvo un par de solos de cada uno. Fue un buen espectáculo. Cuando sonó «Cum on feel the noize», creí enloquecer. Había estado esperando más de 15 años por esto.
Cum on feel the noize… Girls rock your boys…
We'll get wild, wild, wild… Wild, wild, wild!!…
A propósito, generalmente en los conciertos me concentró en las bandas y su música y mi libido se adormece. Antes solía activarse mi instinto tanático en lugar del erótico. Ya no. Simplemente me entrego al goce estético. De vez en cuando aprovecho, como cualquiera, los tumultos, pero jamás me dedico a conquistar chicas, que –lo he visto– resultan facilonas. Apenas contemplo las que están buenas, especialmente las paisas que llegan.
Vi una en particular que llamó mi atención. Sobre todo porque tenía un bolso con la forma del rostro de Jack Skellington, el personaje de The nightmare before Christmas, la película que aquí llamaron El extraño mundo de Jack y le adjudicaron como director a Tim Burton (creador y productor) cuando en realidad era Henry Selick. También, esta Sally (la llamo así en referencia a la acompañante de Jack en el film, que es mi favorito de animación), llevaba un apropiado jersey a rayas rojas y negras. Por esta alusión que hacía y su ajustado pantalón negro, que dejaba ver una buena porción de tersa y sonrosada piel cada vez que se sentaba sobre el suelo, me pareció irresistible, estimulado además por la sensualidad de algunos de los temas de la banda gringa, que como las demás del rock duro, celebran el amor libre, espontáneo, placentero, festivo y efímero. Los Quiet Riot igualmente hicieron un sentido homenaje al gran guitarrista, el mejor del hard rock americano, Randi Rhoades, que caló profundamente en el alma metálica de los duros rockeros.
Poco después salió Barón Rojo. Con un aspecto mucho más maduro o quizá avejentado. Carlos, cantante y guitarrista –que junto con su hermano, Armando, han comandado la banda desde hace unos 25 años–, andaba por el medio siglo de edad. Sin embargo la vitalidad, la energía y el entusiasmo permanecían, aliados ahora con la exquisitez del profesionalismo. Dieron cátedra musical. Hicieron excelentes versiones de clásicos de AC/DC («Highway to Hell») y Deep Purple («Smoke on the water»), himnos del heavy, y tocaron fragmentos de piezas de música clásica como verdaderos maestros. Hubo solos y duelos de guitarra, mientras los hermanos De Castro, con sus 5 décadas encima, iban de un lado para otro del escenario, haciendo el paso de baile de Angus Young de AC/DC o levantando sincronizados la pierna como bailarinas de can-can. Algo inolvidable definitivamente. Y buenísimo. Interpretaron todas sus canciones malditas, como «Hijos de Caín», «Satánico plan (Volumen brutal)» y «Las flores del mal», que, a propósito, tienen letras que parecen influidas por la rebeldía simbolista y la bohemia poética de los nuevos tiempos.
Salí satisfecho y contento de haberme reunido con mucho de lo joven y lo salvaje –o The wild and the young, todos los que tienen sueños y quieren ser libres, para quienes el sol nunca se pone pues son almas en permanente fuga, como en el tema de Quiet Riot– que queda en esta apática, pasiva, conformista, complaciente, prematuramente envejecida juventud, abocada a la llamada seriedad o la supuesta madurez de la ficticia estabilidad laboral, llena de un patético conformismo rayano en la apatía y que apenas es manida displicencia y dista demasiado de la realidad. Y no dejé de sonreír al pensar que me estaba condenando al fuego eterno y a mantenerme apartado del seno de Dios (¿Será un Tiresias?) y la buena sociedad, por libre y propia elección, ya que “los rockeros van al Infierno” –como dice Barón Rojo– y yo, a veces, me considero uno de ellos.