lunes, 20 de octubre de 2008

LO PEOR SUCEDIÓ: FUE LO MEJOR

DÍA 0
Salimos con el tiempo justo para llegar. Íbamos sólo los dos, mi parcero del momento: Carlos Alberto, Cabeto, y yo. Le había hablado de Nepentes, la banda paisa encargada de inaugurar, en el escenario Plaza, la 13 versión del festival de rock al aire libre y gratuito más grande de Latinoamérica: Rock al Parque. Tenía gran expectativa de ver en vivo a la banda que describí a mi camarada como una especie de Rage Against The Machine criolla, que si bien se apropiaba de elementos originarios de los estadounidenses, su propuesta no dejaba de ser eficaz y contundente, incluso novedosa en esta parte del continente. El bus que nos llevaría se tardó en pasar y se demoró más en llegar hasta el otro lado de la ciudad: el Parque Metropolitano Simón Bolívar, donde habitualmente se lleva a cabo el festival. Apenas pusimos pies en tierra, al descender de la buseta, comenzó lo que más parecía un ensueño gótico, una alucinación apocalíptica, que nuestra fría y cruda realidad.
Una a una, gruesas gotas de lluvia nos cayeron como escupitajos desde el cielo. De inmediato, los dos, nos integramos a la multitud que se aglomeraba ante la entrada. Aquella lluvia que al principio parecía solo un chubasco, resultó ser una fuerte tormenta que arreció rápidamente. Granizos como pelotazos arrojados con saña apedreaban nuestras cabezas. Las filas se rompieron, la muchedumbre se amontonó en torno a las vallas de seguridad. Nuevas ráfagas de granizo acompañadas por una recia ventisca causaron la desbandada de la gente, frente a la cual el cuerpo de seguridad y logística nada pudo hacer. Si no era el vendaval el que descomponía el montaje y la demarcación dispuesta para la entrada al evento, era la escaramuza generada por quienes tratábamos de escapar de éste. En minutos, todos estábamos empapados, y ahora procurábamos protegernos de la granizada que nos bombardeaba. Cabeto y yo terminamos en un grupo compuesto por otros asistentes –chicas y niñatos de 15 o así–, una mujer policía y una pareja de jóvenes del personal logístico: también las distinciones habían sido rotas. Juntos nos guarecimos, usando como toldo una lona impermeable (proveniente de alguna valla publicitaria) y aferrándonos a una barrera de contención para impedir que el potente ventarrón nos arrastrara consigo.
A la descarga de granizo se sumaba una borrascosa cellisca que inundó el lugar. El nivel del agua subió varios centímetros hasta llegarnos a las rodillas y una creciente corriente comenzó a arrastrar a su paso lo más liviano que encontraba. La catástrofe parecía inminente. La bolas de hielo pegaban tan fuerte que uno sentía que iban a quebrarle los amoratados y entumecidos dedos con los que sostenía lánguidamente el improvisado toldo con el que nos encapotábamos y que, en todo caso, no amparaba nuestra humanidad suficientemente: a mí, una pepa granizada me produjo un chichón en la coronilla. Había que buscar mejor protección. Pero no había donde ir. Sólo cabía esperar... esperar que lo peor no sucediera... y lo peor sucedió... pero no fue lo peor, al contrario, fue lo mejor... lo malo fue que todo empeoró.
Es decir, para quienes habíamos esperado durante un año esta nueva versión de Rock al Parque, lo peor no era ser víctima de un insólito cataclismo, sino que el evento fuera cancelado por condiciones climáticas, como efectivamente aconteció. Sin embargo, lo que nos deparó el extraño fenómeno natural por sí mismo fue una experiencia única y maravillosa. Una vez cesó el temporal, conforme entrábamos, Cabeto y yo fuimos testigos de aquel prodigio. Pudimos apreciar los estragos de una glaciación en plena zona tropical. Era como El Día Después de Mañana (The Day After Tomorrow), la película de Roland Emmerich.
Puede que en los países con estaciones, durante el invierno, un panorama como el que teníamos ante nuestros ojos sea corriente, pero en una ciudad a apenas 4°35’ de latitud norte, en plena zona ecuatorial, era algo asombroso. Hasta donde la espesa neblina nos permitía ver, todo era de una blancura marmórea, sepulcral. Lucía como un paisaje ártico o un cuadro nevado de Joseph Farquharson, al menos. Era espléndido. Y no podíamos dar crédito a lo que veíamos hasta que quisimos reaccionar. Todo había sido precipitado, justo como en las películas de desastres, y sólo entonces noté que tiritaba y mis dientes castañeaban, por dentro estaba tullido de frío. Ambos temblábamos, ateridos, uno al lado del otro, incapaces de hablar o de movernos. Instintivamente deduje que mi temperatura corporal no debía bajar más. Para muchos la hipotermia estuvo a la orden del día. Recordé ese magnífico e infame cuento de Jack London en que un hombre se congela... To build a fire, se llama... y tuve escalofríos, no por el clima, sino de miedo a helarme. Lo prudente era moverse y así lo hicimos.
Caminamos pesada y lentamente a través de las umbrías graderías que semejaban las lóbregas laderas de las montañas con menor intensidad de radiación solar recibida, en tanto que el viento sibilante con su gélido hálito nos susurraba su tétrico murmullo y una brisa frigorífica nos acariciaba mortificante. Había escarcha en el suelo y el área central estaba inundada. Las cabinas de sonido que se ubican allí, asomaban como icebergs. Puntos negros primero y luego bultos del mismo color empezaron a vislumbrase entre la niebla. Eran los metaleros, con su habitual vestimenta luctuosa.
¡Diablos!, pensé, esta es la fantasía nórdica hecha realidad para los fanáticos del black metal escandinavo... No era necesario ir a tierra de fiordos y glaciares. Eso era lo mejor. Pero estos fieles espectadores, inmunizados como vikingos bajo los efectos del beleño negro –planta alucinógena– o el cornezuelo del centeno –de cuyos alcaloides puede obtenerse el ácido lisérgico– con los cuales aderezaban su cerveza (bebida antes de ir al combate, para producir su insensibilidad al dolor y su violento furor guerrero), y quienes más adelante se hundirían en las aguas heladas o harían "angelitos" sobre la escarcha sucedánea de la nieve, no iban a quedarse sin ver a las bandas de metal que estaban programadas para presentarse ese sábado 3 de noviembre de 2007. Y comenzaron a pedir a gritos el espectáculo. Ya se sabía que había sido cancelado. A través de megáfonos lo comunicaron mientras nos invitaban a desalojar el recinto. Despacio, Cabeto y yo nos dirigimos a la salida, resignados a marcharnos. Dentro, los insaciables metaleros, contra toda lógica, seguían exigiendo que se realizara el concierto y los policías, con su habitual manera absurda de resolverlo todo, la emprendieron a golpes hasta sacarlos de allí, arrestando a los que podían agarrar. Eso, claro, no fue divulgado.
Fuera, percibimos que comenzaba el descongelamiento. Había una tremenda guerra de bolas de hielo, de la que no se salvaba ningún vehículo que osara pasar por la calle 63... La superficie estaba deslizante por la morrena o acumulación de sedimento del deshielo. La gente resbalaba y caía. El clima no conseguía enfriar nuestro tórrido espíritu carnavalesco. Cabeto y yo buscamos un vendedor ambulante de bebidas calientes pero no lo hallamos. Así que en la primera buseta que nos servía y se detuvo nos metimos con otros más que, por lo húmedos y temblorosos que iban, obviamente venían del frustrado evento. Nos apiñamos para ahuyentar el frío. Éramos como damnificados de una tragedia invernal. Al pasar por los puentes de la 26 pudimos ver más estropicios del inaudito fenómeno climático del día. Afortunadamente no hubo víctimas fatales. Y el llamado día del metal se realizó 8 días después y a la postre resultamos beneficiados los aficionados al sonido pesado con la inclusión de Brujería en la nómina.

2 comentarios:

Ricardo López dijo...

Al menos todavía existen blancos atractivos a los cuales lanzar, aunque muchas veces sin mucho impacto, hubieran llevado mejor lecheritas, el hielo sabe mejor.

Ricardo López dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.